lunes, 20 de enero de 2014

Capitulo 12 - Callame con un beso

Esa noche de diciembre, en un lugar de la ciudad.
Abre los ojos. Se ha despertado por el frío y tiembla. Las mantas están casi en el suelo y tiene el pantalón del pijama un poco bajado. Eso es porque está más delgada. Miriam protesta en voz baja y se tapa de nuevo. Hasta el cuello. Cierra los ojos, pero enseguida los abre otra vez. ¿Qué hora es? ¿Cuánto ha dormido? Trata de encontrar su móvil para mirar el reloj. No da con él. Normalmente lo deja sobre la mesita de al lado de la cama. Pero ahí no está. ¿Dónde demonios lo ha puesto? Enciende el flexo y busca por la cama. Tampoco. No recuerda bien nada de lo que hizo anoche. ¿Habló con alguien antes de irse a dormir? ¡Sí! ¡Con Fabián! Es verdad. Entonces el teléfono debe estar entre las sábanas. Vaya, pues no. El aparato está tirado en el suelo. Uff. Espera que no se haya roto. Solo tiene un mes y medio, y es el tercero del año.
Refunfuña, se destapa otra vez y se inclina para cogerlo. Parece que funciona bien o esa es la impresión que da. Toca varias teclas para comprobarlo. Sí, funciona correctamente, aunque la pantalla se ha rallado un poco. Mierda.
Son las 2:34 de la madrugada.
¿Qué le diría a Fabián cuando se fue a la cama? No se acuerda y eso que no había fumado nada desde hacía unas horas. Seguro que las lagunas en su memoria son por culpa de esa última pastilla que tomó. La azul.
Tiene hambre, pero le da muchísima pereza bajar hasta la cocina. Sus tripas rugen. Es que casi no ha comido nada en todo el fin de semana. ¿Es la madrugada del lunes al martes, verdad?
Hace un esfuerzo sobrehumano y se levanta de la cama. ¡Qué frío! Corriendo, abre el armario y saca un jersey blanco de algodón que se coloca sobre la parte de arriba del pijama. Se calza unas zapatillas y, tiritando, sale del dormitorio.
La luz del pasillo está apagada. Sus padres deben estar ya durmiendo. ¡Claro, son más de las dos y media de la madrugada! Es lo normal. A Miriam le cuesta asimilar la vida de los demás y adaptarla a su propia realidad. Los horarios no son los mismos y hasta las costumbres empiezan a ser contrarias. Ella vive de noche.
Sin embargo, en la habitación de Mario hay luz. Tiene la puerta medio abierta. ¿Qué hará su hermano despierto tan tarde?
Se acerca lentamente y se asoma sin hacer ruido. El chico está delante del ordenador y teclea a toda velocidad.
—¡Hola! —grita Miriam, entrando en el cuarto.
Mario se asusta y da un salto sobre la silla.
—¡Joder! ¿No sabes llamar antes de entrar?
—Sí que sé, pero no me apetecía —indica chasqueando la lengua, y se sienta en la cama de su hermano—. ¿Qué haces todavía levantado?
—Nada.
El chico sale de la pantalla del MSN en la que está y clica en la de su Facebook.
—¿Hablabas con Diana?
—¿Con Diana? Ah, sí.
—Qué pegajosos sois. Todo el día juntos… No sé cómo no os cansáis el uno del otro.
Mario observa a su hermana molesto y responde muy serio.
—No estamos todo el día juntos.
—¿No? Casi pasa ella más tiempo aquí que yo. Mamá y papá la podrían adoptar.
—Tampoco es complicado estar más tiempo en casa que lo que estás tú. A saber qué haces tantas horas por ahí.
Ahora es Miriam la que mira a su hermano con saña.
—¿Tienes algún problema? —pregunta desafiante.
—Creo que eres tú la que los tiene…
—¿Me quieres decir algo, Mario? Porque prefiero que me lo digas a la cara y no te andes con rodeos…
—Y te lo estoy diciendo a la cara y muy claro: tienes un problema, Miriam.
La chica se pone de pie y se ríe irónicamente.
—¿Qué pasa? ¿Que todos tenemos que ser como tú?
—¿Cómo?
—Lo que oyes. Yo no soy una niña de papá, no me gusta estudiar, no está hecho para mí, y quiero aprovechar mi juventud para divertirme. Si no lo hago ahora, ¿cuándo lo voy a hacer?, ¿con setenta años?
—Hay muchas maneras de divertirse.
—¿Ah, sí? ¿Cuáles? ¿Estar todo el día pegado a tu novia, sin salir de casa y estudiar tanto que no puedas ni respirar? ¡Guau! ¡Menuda diversión!
La voz de Miriam empieza a ser demasiado elevada. Mario teme que, si sigue gritando así, sus padres se despierten.
—No hace falta que grites.
—¡¡¡No grito!!!
—Lo acabas de hacer otra vez.
Suspira desesperado. Y para evitar que sus padres la oigan, el chico se levanta de la silla y cierra la puerta de la habitación. Luego regresa adonde estaba sentado.
—Mira —continúa diciendo Miriam—, sé que vosotros no lo podéis entender. Tenéis una idea de cómo hay que vivir que yo no tengo. Para mí la vida de un joven es otra cosa.
—¿Y tu idea es la buena?
—Es la mía. La que he elegido. Y la que me gusta. Quiero divertirme. Solo tengo diecinueve años.
—Pero ni estudias, ni trabajas… ¡Solo sales por ahí!
—¡Y qué! ¡Ya tendré tiempo de ponerme a trabajar! ¡Soy joven, Mario! ¡Soy muy joven todavía!
La tensión aumenta entre ambos con cada frase.
—Yo también soy joven. Y estudio para tener un buen futuro.
—¡Madre mía! Hablas como un ingenuo idiota.
—¿Qué?
—¿Tú crees que, por estudiar más, vas a tener más dinero dentro de unos años? ¡Eres un ingenuo, hermano!
—No todo es dinero.
—Claro que lo es. Uno trabaja para tener dinero. No hay más.
Le está sacando de sus casillas. Pero no quiere alzar la voz demasiado para no despertar a sus padres. Si los descubren discutiendo a esas horas de la madrugada, se montará una buena en casa.
—Pues trabaja tú y no te gastes el dinero de nuestros padres en… lo que te lo gastas.
Aquella frase fulmina a Miriam. Piensa que su hermano no ha podido caer más bajo acusándola de esa manera. No tiene ningún derecho a decirle qué puede y no puede hacer con el dinero que le dan.
—¿Y en qué me lo gasto?
—Tú sabrás.
—¿Vas de buen hijo y me acusas a mí?
—No voy de nada. La realidad es que tú…
—¡Venga ya…! —exclama interrumpiéndole—. Yo no traigo aquí a mi novia todos los días. ¿O es que Diana no se queda aquí muchas veces a comer o a cenar? Entre los dos gastáis más del doble de dinero en comida que yo. Tú coges el bus para ir y volver de la universidad. Más dinero. Y luego todo lo que te gastas en libros, en fotocopias, en material… ¿Y soy yo la que se gasta el dinero de papá y mamá? ¡No me fastidies!
El discurso de su hermana es totalmente demagógico. Y le duele que compare en lo que gasta el dinero que le dan a él con en lo que se lo gasta ella.
—Nada de lo que dices tiene sentido —replica en voz baja.
—Lo que no tiene sentido es que digas que tengo un problema porque quiero divertirme, algo que tú no haces desde que tenías cinco años, y que yo me gasto el dinero de papá y de mamá y tú eres aquí el bueno, el santo. ¡Bah!
Silencio. Mario reflexiona un instante con la mirada perdida. Aquello ha llegado a un punto extremo que no va a seguir aguantando. Mientras, su hermana respira agitada, sofocada por tanta tensión.
—No quiero seguir con esto, Miriam. Vete a tu cuarto —señala el chico, sin mirarla a la cara.
—¿Me echas?
—Sí. Vete.
La chica gesticula nerviosa y se dirige hacia la puerta del dormitorio.
—Vas de maduro y solo eres un criajo consentido.
—No me provoques más, Miriam. Vete, por favor.
—Muy bien. Adiós.
Y sale de la habitación dando un portazo.
Mario resopla. Seguro que sus padres han oído el golpe que ha dado su hermana. Y está en lo cierto. En menos de un minuto, su madre acude hasta allí y, alarmada, le pregunta qué ha pasado. El chico le responde que no se preocupe, que no ha sucedido nada y que regrese a la cama. Pero Miriam, que ha escuchado la conversación entre ellos, no está dispuesta a que la discusión con su hermano pase desapercibida.
—Lo que ocurre es que aquí todos pensáis que soy una inútil y que, por divertirme, soy algo así como una delincuente.
La madre de la chica se queda a cuadros cuando oye lo que dice su hija.
—¿Cómo puedes decir eso, cariño?
—Porque es la verdad. Es lo que pensáis —insiste, con lágrimas en los ojos—. Fumo porros, me acuesto con chicos, salgo, me divierto. ¿Y qué? ¿Soy mala por hacer lo que la mayoría de gente de mi edad hace?
Ni Mario ni la mujer saben qué decir. Están perplejos por la reacción y las palabras de la chica.
—No creo que todos los de tu edad hagan eso, Miriam. Y si lo hacen, también estudian o trabajan o…
—¡Me da lo mismo! ¡Yo soy así! Si me queréis, bien, y, si no…, me voy de casa.
La amenaza también la oye su padre, que no entiende nada de lo que está ocurriendo y, sobresaltado por los gritos, se ha levantado de la cama.
—¿Cómo? ¿Irte de casa? —pregunta el hombre, confuso.
—¡Sí! ¡Es lo que debería haber hecho hace tiempo!
—No digas tonterías, hija. ¿Cómo vas a…?
—Soy mayor de edad. Puedo hacer lo que me dé la gana.
—Pero…
—¡Dejadme en paz!
—¡Miriam, no nos hables así!
—¡Que me dejéis, joder!
Y abriéndose paso a empujones entre su familia, atraviesa el pasillo y entra en su dormitorio. Da otro portazo y se encierra en la habitación, convencida de que esa será la última noche que pasará en aquella casa.

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