martes, 18 de febrero de 2014

Capitulo 23 - Callame con un beso

Hace un año y algo, un día de finales de noviembre, en un lugar de la ciudad.
Las cuatro en punto. Hace sol todavía, aunque sopla un poquito de viento frío. Y es que, poco a poco, el invierno empieza a acercarse. Paula va bien abrigada; en ese momento tiene calor. Le sudan las manos y a su cabeza no dejan de acudir fragmentos del pasado. Concretamente, de aquel día de marzo en el que lo conoció.
¿Habrá llegado ya Álex al Starbucks?
Abre la puerta de cristal. Hay bastante cola esperando para pedir. No lo ve. Quizá esté arriba. Sube la escalera hasta el salón de la primera planta. Casi todas las mesas están ocupadas, pero ninguna por el escritor. Baja de nuevo y se coloca la última de la fila.
Llega tarde. Eso también le suena de algo. Aquel día el que no acudió a la hora indicada fue Ángel y, gracias a su retraso, conoció a Álex. Lo que es la vida. Si Katia a su vez no hubiera retenido a su exnovio, él habría aparecido a tiempo y no habría conocido al chico al que ahora está esperando, ocho meses después.
«Pero la fuerza del destino nos hizo repetir».
Es su turno. ¿Qué pidió aquella tarde? Un caramel macchiato pequeño. La camarera que la atiende sonríe al oír el pedido, el mismo que entonces, y apunta su nombre en un vaso. La chica tamborilea con los dedos sobre la barra y mira el reloj. Las cuatro y trece minutos. ¿Y si no se acuerda de que ha quedado con ella?
—Aquí tiene, Paula —le dice la chica entregándole su café con vainilla y caramelo—. Que pase un buen día.
—Gracias. Igualmente.
No ha sonado muy simpática, más bien seca, pero es que empieza a ponerse algo nerviosa. ¡No puede ser que le pase dos veces lo mismo con dos chicos diferentes!
Coge el bote del azúcar y lo vuelca sobre su vaso. Luego agita la bebida con un palito de madera. Chupa la punta llena de espuma y resopla.
¡Qué capullo! ¡Se va a enterar cuando venga!
Se abre la puerta del Starbucks y un chico con un sombrero blanco le sonríe y se acerca hasta ella.
Pero es un capullo adorable, con la sonrisa más bonita que ha visto nunca.
—Hola. —Le da dos besos, mientras le pide disculpas—. Perdona el retraso.
—No pasa nada. Tampoco ha sido para tanto —comenta irónica, aunque tranquila al verlo allí delante de ella—. Un cuarto de hora nada más.
—¡Lo siento!
La chica lo mira a sus ojos castaños e inmensos. Se le escapa una sonrisa, aunque no quiere. Es inevitable.
—Ahora eres un tipo muy ocupado. Es lo que tiene la fama.
—Qué va. No soy famoso. Si he llegado tarde es porque…
—Da igual —le interrumpe la chica—. No tienes que darme explicaciones. Pero que no se repita, ¿eh?
—Vale, prometido. No se repetirá —afirma, y se dan la mano en señal de acuerdo—.Ya veo que has pedido.
—Sí, un caramel macchiato.
—Como el día que te conocí.
Se acuerda. Es que todo lo que pasó aquel día fue inolvidable. Para los dos. Marcó sus vidas. Nada fue igual para Paula y para Álex desde entonces.
—Sí. Tienes buena memoria —indica, y le quita el sombrero para ponérselo ella—. ¿Me queda bien?
—Mucho mejor que a mí.
—Tú tan amable como siempre.
Los dos se quedan un instante en silencio. Despistaos de fondo, Estoy aquí.
—Bueno, ¿coges sitio arriba mientras yo pido? —pregunta Álex, señalando la cola que se ha vuelto a formar en la cafetería.
—Vale, pero espera…
La chica le coloca de nuevo el sombrero en la cabeza y, con la mano, le peina suavemente el flequillo que le queda por fuera. Paula siente un escalofrío cuando se enfrenta directamente a sus ojos. Inspira con fuerza y se gira bruscamente para subir la escalera. ¿Está volviendo a pasar?
Hay una mesa libre junto a uno de los dos ventanales del salón. Acelera el paso y se sienta en uno de los butacones. Fuera el abrigo. Toma un sorbo de su café y apoya la barbilla sobre las manos. Da un respingo cuando suena su teléfono. No puede ser. Otra vez él. El calvito pesado. Pero hoy no va a estropearle la tarde. Desconecta el móvil y lo guarda en el bolso. Fuera de servicio.
Pasan unos minutos hasta que Álex aparece. Paula lo observa sonriente mientras camina hacia ella. Sus emociones se disparan.
—He pedido lo mismo que tú —indica el chico sentándose en el sillón que está libre.
—¿Ah, sí?
—Claro. Así no hay problema de que me robes la bebida.
—No pensaba robarte nada —protesta la chica.
—Antes me has quitado el sombrero sin permiso.
—Eh…
Se sonroja. Tiene razón. Pero… ¡Ah!
Álex ríe al ver cómo Paula se avergüenza y su rostro enrojece a toda velocidad.
—Era una broma. —Se quita el sombrero para dárselo a ella otra vez—. Te queda mejor a ti. Póntelo.
Paula obedece y se lo pone, aunque no de muy buen grado.
—Llegas tarde y me tomas el pelo. No sé si quedar contigo ha sido una buena idea.
¡La mejor de las ideas! Hacía mucho que no acudía a una cita con un chico tan ilusionada. Quizá desde marzo.
—Si quieres, me voy…
—No, no, no te vayas. Una no toma café todos los días con un escritor famoso.
—Te ha dado fuerte con eso, ¿eh?
—Es que me parece increíble estar compartiendo mesa con una persona que ha publicado una novela que conoce tanta gente.
—Vamos, no seas pelota. Tú ya me conocías antes de que el libro se publicara.
La chica sonríe. Lo cierto es que no puede parar de sonreír. Nota un hormigueo en su estómago cada vez que habla.
—¡Ey, no soy pelota!
—Un poco solo.
—¿Has venido dispuesto a fastidiarme, verdad? Ahora encima me llamas pelota…
Álex bebe un trago de su café y se encoge de hombros.
—¿Por qué te teñiste tan rubia? —pregunta de repente.
—¿Eso no te lo dije la semana pasada?
—No. Me contaste que te habías cansado ya de ese color, pero no el motivo por el que te lo teñiste.
—Es verdad. Pues fue por cambiar un poco. Cuando las chicas queremos cambiar algo en nuestra vida, nos teñimos el pelo.
—Todas, no.
—Claro. Todas no, hombre. Y tampoco lo hacemos siempre. Pero a veces, cuando terminamos una etapa o creemos que la hemos terminado, solemos hacer algunos cambios en nuestro aspecto. A mí me dio por teñirme el pelo de rubia.
—Te queda bien.
—Bah. Nunca me he visto bien así, pero bueno… Por pereza lo he dejado hasta ahora.
El escritor sonríe. Sabe que siempre estará guapísima, sea cual sea el color de su pelo.
—¿Te puedo hacer una pregunta personal?
—Me das miedo, pero venga, dispara. —Se lleva inquieta el vaso a la boca.
—¿Sigues con Ángel?
La pregunta sorprende tanto a Paula que se atraganta con el caramel macchiato. Tose y hace que la bebida se le derrame por la barbilla. Afortunadamente, se ha echado hacia atrás justo a tiempo para no mancharse la ropa. La gente observa a la pareja con curiosidad.
—¡Perdona! Es que… —Pero su risa nerviosa, no le permite terminar la frase.
—Perdóname tú, no pensaba que te lo tomarías de esa manera.
La chica coge una servilleta de papel y se limpia la boca y la barbilla. Se acomoda de nuevo en el sillón y trata de serenarse.
—Al final, aquí contigo, siempre termino igual —comenta, recordando que el día en el que se conocieron Álex le tuvo que dejar una servilleta para que se quitara el caramelo de debajo de la nariz.
—Lo siento.
—No pasa nada. —Sonríe y comprueba que no se ha manchado ni el jersey ni el pantalón—. No, no sigo con Ángel.
—Ah.
—Lo nuestro se acabó cuando me fui a París.
—Eso fue en abril, ¿no?
—Sí —afirma seria—. Pasaron cosas y nos distanciamos. Y desde entonces no he tenido novio.
—Hacíais buena pareja. Una lástima.
Tal vez es verdad lo que dice Álex, pero los acontecimientos que se fueron dando no permitieron que la relación avanzara. Unos meses más tarde, Paula continúa preguntándose si hizo lo correcto cuando regresó de Francia.
—¿Y tú? ¿Estás con alguien?
Le toca a ella. En el fondo, le ha venido muy bien que haya sido el chico el primero en hablar de ese tema. Se muere por saberlo.
—¿No te sirvió la respuesta que te di en la librería?
—¿Cuál? ¿La de que lo importante no es tu vida privada sino el libro? Pues evidentemente, no.
—Vaya, qué inconformista.
—No es eso, pero me puede la curiosidad.
El joven sonríe. Y ella teme estar pasando el límite de la confianza. ¡Pero la culpa es suya, que ha empezado preguntando si seguía con Ángel!
—Si te soy sincero, no sé muy bien qué es lo que tengo.
Así que hay algo. No es lo que quería oír, precisamente. La curiosidad mató al gato. Y aquella noticia desinfla un poco sus ganas de estar allí.
—¿Es tu novia? —insiste, pese al golpe.
—No, no lo es.
—¿Te has casado?
—¡Qué dices! ¡No!
—¿No tendrás una amante?
—Es difícil de explicar —reconoce suspirando—. Ni siquiera sé si me gusta de verdad.
Bueno, algo es algo. Existe otra chica, pero tiene dudas sobre sus sentimientos… Aunque hubiera preferido que estuviera soltero y sin compromiso.
—Las cosas del corazón siempre son difíciles.
—Sí, muy complicadas.
—Mucho.
Los dos beben de sus cafés y miran por el ventanal al mismo tiempo. Ambos saben de lo que hablan. No hay nada más complicado que el amor.
—Pero cambiemos de tema —propone Álex sonriendo de nuevo—. Te voy a llevar a un sitio.
—¿Adónde?
—A un sitio que he abierto hace poco.
—¿Cómo? ¿Has abierto un local?
—Un bibliocafé. Servimos un café riquísimo y prestamos libros.
—¿Cómo se llama?
—Manhattan.
—¡Me encanta el nombre!
—Es en homenaje a Woody Allen.
Paula lo mira con admiración. Otra de sus ideas geniales. Aquel chico nunca dejará de sorprenderla.
—¿Y a qué esperas para enseñármelo? ¿Está lejos?
—A veinte minutos de aquí andando —indica—. Además, por si no lo recuerdas, hay una cosa en la que quiero que me ayudes. Como lo de los cuadernillos.
—Sí, lo recordaba —dice ella sonriente—. Pues vamos.
Los dos se levantan de sus sillones. Arrojan sus vasos a la papelera y bajan la escalera uno detrás del otro. Salen del Starbucks y juntos se dirigen al Manhattan. Allí, uno de los camareros ya tiene preparado lo que su jefe le ha encargado.

Capitulo 22 - Callame con un beso

Una tarde de diciembre, en un lugar de la ciudad.
Entra en la habitación y se sienta en la cama. Diana lo observa. Está muy serio, pensativo, como si se sintiera en parte culpable de lo que ha ocurrido. La relación con su hermana cada vez era más distante, pero sabe que ahora Mario lo está pasando mal. Especialmente sufre por sus padres. Para ellos es muy difícil asimilar la marcha de su hija mayor de la manera en la que se ha producido.
—¿Sigue sin coger el teléfono? —pregunta la chica, que acaba de terminar de hablar por el MSN con Paula.
—Sí. Mi madre le ha mandado un mensaje para que nos diga que por lo menos está bien.
—¿Y ha contestado?
—No —responde, sin apenas voz—. Parece que Miriam tiene ganas de hacernos sufrir.
Diana se levanta y se sienta junto a su novio. Le da un beso en la mejilla y sonríe.
—Ya verás como antes de que acabe el día tenemos noticias de ella.
—Más le vale…, aunque lo dudo.
—A tu hermana se le ha ido la cabeza por completo. Pero creo que sigue teniendo buenos sentimientos. Llamará o dejará un mensaje.
—Yo no estoy tan seguro, ni de lo uno ni de lo otro —comenta cabizbajo—. Se ha llevado las joyas de mi abuela y a mi padre le han desaparecido cincuenta euros.
—¿Qué? ¡No me lo puedo creer…! —exclama Diana, tapándose la boca con las manos.
Cuando el padre de Mario llegó a casa, lo primero que hizo fue ir a su dormitorio a revisar el cajón en el que guardaba el billete. Sospechaba que Miriam necesitaría dinero y que de alguna parte tendría que conseguirlo. No se equivocó en su intuición. Avisó a su mujer y, rápidamente, esta también se dio cuenta de que las figuritas de cristal del baúl estaban colocadas de manera diferente a la habitual. Aquello solo podía significar una cosa: su hija había registrado el cuarto y encontrado la herencia de su madre. Y así fue.
—Yo tampoco puedo creerlo.
—Esto no lo ha podido hacer tu hermana sola. Ella no es así. Alguien ha tenido que obligarla a hacerlo.
—No lo sé —comenta Mario mesando su cabello—. ¿Crees que el novio ese que tiene puede ser el culpable de todo esto?
—¿Fabián Fontana? Tiene muchas papeletas. Si es que de verdad están juntos.
Los dos permanecen un instante en silencio reflexionando. El tema es preocupante. Mario nunca había oído hablar de ese tipo hasta ayer, cuando Diana le contó el rumor que había en torno a Miriam. Si realmente son novios y ella le ha robado a sus padres motivada por él, los problemas serán aún mayores.
—Este asunto no me gusta nada —indica el chico, poniéndose de pie y yendo hasta el ordenador.
—Ni a mí.
—¿Cómo podríamos dar con ese Fabián Fontana?
—¿Quieres encontrarle?
—Claro. Seguramente esté con él.
—Es muy posible. Pero ni siquiera sé cien por cien que sean pareja. Ya te dije que es un rumor que escuché a un tío que es el novio de una de mi clase.
—¿Y podrías hablar con ellos para preguntarles?
—Si quieres me pongo en contacto con la chica, tengo su Tuenti. Aunque no sé si me dirá algo.
—Por intentarlo no perdemos nada.
La chica se levanta y se dirige hasta donde está Mario. Se sienta sobre sus rodillas y le besa en la frente. Continúa serio, aunque en esa ocasión esboza una tímida sonrisa.
—Todo irá bien. Ya lo verás.
—No lo sé. Estoy un poco asustado.
—Es normal. Tu hermana está actuando de una manera muy extraña.
—Que se vaya de casa por una rabieta no es normal. Pero lo peor es que haya robado a mis padres. Tiene que estar muy desesperada para hacer algo así.
Diana contempla cómo brillan sus ojos. Está a punto de echarse a llorar. Sin embargo, aguanta y sonríe. Ella también lo hace y le besa dulcemente en los labios.
No le gusta verlo así. Él, que tan bien se ha portado con ella durante tanto tiempo. Ahora la balanza se ha inclinado hacia el otro lado. Debe ayudarle en lo que pueda.
—Déjame que entre en mi Tuenti, a ver si pillo conectada a Gloria.
—¿Gloria es la de tu clase?
—Sí.
—Vale. Pero espera un segundo —dice, al tiempo que teclea en su PC—. Quiero comprobar antes una cosa.
Mario entra en Facebook y escribe en el buscador el nombre del presunto novio de su hermana. Aparecen varios que se llaman igual. Sin embargo, solo hay uno con el que tiene un amigo en común: Miriam Parra Raspeño.
En ese instante, esa tarde de diciembre, en un lugar alejado de la ciudad.
El teléfono vuelve a sonar una vez más. Sin embargo, la chica no lo coge. Son sus padres. Les da pena, pero de momento Miriam tiene decidido no hablar con ellos.
—¿Por qué no contestas y les dices que te dejen en paz de una vez? —le pregunta el joven que está sentado a su lado.
Fabián observa detalladamente las joyas que ella ha robado. No están nada mal. Puede sacar bastante dinero por cada una, sobre todo por la gargantilla.
—Porque no.
—Eres una cabezota.
—Ya lo sé —susurra, melosa.
Y apoya la cabeza en su pecho. A continuación se desliza por el colchón en el que están sentados y busca su boca.
Sin embargo, el chico la esquiva y continúa examinando las joyas.
—Creo que por esto conseguiremos una buena cantidad
—comenta, refiriéndose al collar de perlas—. Parecen auténticas.
—Deja eso ahora. Ven.
Miriam se arrima de nuevo a Fabián y comienza a darle pequeños besos en el cuello.
—No tengo ganas ahora.
—¿No?
—No.
El joven se pone de pie, apartando a la chica con la mano. Camina hacia una de las esquinas de la enorme superficie. Allí está la nevera. Saca una cerveza fría y da un trago.
—¿No estás contento de que vaya a vivir contigo?
Fabián no responde. En realidad, que Miriam esté allí le fastidia bastante. Pero, bueno, así tendrá alguien que le limpie la nave y dispondrá de otras posibilidades cuando lo desee. De todas maneras, no renunciará a su forma de vida: hacer lo que quiera y cuando le dé la gana.
El joven regresa hasta donde está sentada la chica y le entrega la lata de cerveza. Esta la acepta, sonríe y bebe.
—Si te vas a quedar aquí un tiempo, tendrás que aceptar unas normas.
—Bien.
—La primera y principal es que el dueño de este sitio soy yo.
La nave en realidad no es suya. Fue una suerte encontrarla vacía y abandonada, y que de momento nadie haya reclamado nada. Seguramente, el propietario de aquel terreno será un tipo con mucho dinero que ni se acordará de ella.
—Eso ya lo sé.
—Y que, por lo tanto, las cosas se hacen a mi manera.
—De acuerdo. Me adaptaré a lo que me digas.
—Eso está perfecto. Que tengas buena disposición es bueno para ambos.
—Estoy segura de que lo pasaremos bien aquí los dos juntos.
—Claro. Muy bien.
El teléfono de Miriam vuelve a sonar. Otra vez son sus padres. Los dos lo miran hasta que Fabián lo agarra. Pulsa el botón rojo y lo desconecta.
—¿Lo has apagado?
—Sí. Me molesta. Cuando quieras hablar con tus padres, lo vuelves a encender y ya está.
—Vale.
Deben estar muy preocupados. Eso, al menos, parecía en el SMS que le han enviado. Pero no piensa dar facilidades. Ellos tienen la culpa de todo lo que está sucediendo. Si no se hubieran metido en su vida y en lo que hace o deja de hacer, las cosas serían diferentes. Ahora, allí, con Fabián, en un sitio enorme para los dos, sí que es verdaderamente feliz.
—Sigamos con las normas.
—Sigamos.
El joven se sienta otra vez al lado de Miriam y la mira fijamente. Esta se pone nerviosa. Sus tremendos ojos celestes le quitan la respiración. Le arrebata la lata de cerveza y da un trago largo. Casi se la termina. Luego se inclina sobre ella y la besa. El sabor amargo de su boca llega hasta su lengua, que juega con la suya intensamente.
—Nunca dirás a nadie dónde está este lugar —le murmura al oído, despegando sus labios un instante.
—Vale. No di…
No tiene tiempo para responder. Fabián vuelve a besarla. Sus manos acarician sus rodillas y avanzan descontroladas.
—Otra cosa.
—Sí, dime —susurra, jadeante.
—Harás lo posible para que esté contento y no me enfade.
—Claro. Pero eso no tiene que ser una norma —consigue decir mientras recibe besos por todo el cuerpo—. Ese es mi único objetivo.