jueves, 16 de enero de 2014

Capitulo 8 - Callame con un beso

Una noche de diciembre, en un lugar de la ciudad.
—¿Por qué miras tanto el reloj?
—¿Estoy mirando mucho el reloj? No me había dado cuenta.
Mario miente. Sabe perfectamente el motivo por el que no deja de comprobar la hora que es desde hace veinte minutos. La chica que está a su lado en la cama se aparta un poco y lo observa por encima del hombro.
—¿Es que has quedado con alguien? —pregunta Diana, arqueando una ceja.
—Sí.
—¿Ah, sí?
—Sí. He quedado con…, no recuerdo su nombre ahora mismo. Pero es una morenaza espectacular.
La chica le golpea el brazo, molesta. Su novio se queja, aunque realmente no le ha hecho daño. Otras veces le ha dado más fuerte.
—¿La conozco? —insiste Diana.
—No creo —contesta Mario después de fingir que piensa la respuesta.
—Y a qué viene, ¿a estudiar contigo?
—Sí. A eso también.
Otro golpe en el mismo brazo. Este sí le duele más y protesta molesto. Se remanga la camiseta y se frota con la mano. Tiene la zona roja.
—Eso para que no me mientas y no me vaciles más.
—Pero mira que eres mala conmigo.
—¿Yo, mala? Eres tú el que ha quedado con una morenaza espectacular.
—No seas tonta.
—¿Yo, tonta? Y tú…
Él se anticipa y le tapa la boca con la mano antes de que suelte algo más grave. Sin embargo, ella le muerde y consigue hablar.
—Y tú, un capullo —finaliza diciendo.
No era la palabra que tenía prevista pero, frenado el primer impulso, ha logrado calmarse un poco y rebajar el grado de su insulto.
—¿De verdad piensas que lo soy? —le pregunta, tratando de rodearla con el brazo.
La chica lo esquiva y se levanta de la cama. Camina hacia el escritorio y se sienta en la silla.
—Por supuesto.
Sabe que no habla en serio. Pero poco a poco la conversación se está yendo por un camino que Mario conoce perfectamente y que no suele terminar bien. Diana continúa teniendo ese carácter tan particular desde el primer día en el que comenzaron a salir. En realidad le gusta que sea así, aunque a veces se pase de emocional. Incluso en los peores momentos, ingresada en el hospital, con varios kilos menos, siguió conservando intacta la esencia de su forma de ser.
—Ven, anda.
—No.
—¿No vienes?
—No.
El chico se pone de rodillas sobre el colchón y se desliza hasta el principio de la cama. A pesar de que conoce el juego, le va a ser difícil convencerla.
—¿No me quieres dar un beso?
—Pues no. Dáselo a la morenaza esa que va a venir ahora.
—Sabes que no va a venir nadie.
—Yo no sé nada.
Mario resopla. Se levanta y se dirige hacia la silla del escritorio. Diana se gira y se cruza de brazos hacia el lado contrario por el que su novio llega.
—Venga, cariño. ¡No seas así! Está claro que bromeaba.
—Ya, ya… Bromeabas. A todas nos dices lo mismo, ¿no?
—¿A todas? ¿Qué todas?
—A todas tus novias. A todos tus ligues y amantes. Todas esas.
El tono de voz de la chica no permite descifrar cuánto de verdad hay en su comentario. Mario sonríe y se coloca frente a ella. Se acuclilla y la mira directamente a los ojos. Esta lo evita al principio, pero termina cediendo ante la insistencia de su novio. Luego él agarra sus rodillas con sus manos y las acaricia. Diana se estremece.
—¿No te he demostrado suficientemente lo que siento?
No hay respuesta; solo brillo en los ojos de una chica enamorada. Nadie había hecho nunca tanto por ella. Ha estado a su lado siempre, siempre. Cada vez que se sentía mal, cada vez que lloraba, cada vez que necesitaba una palabra de apoyo. Cada vez que iba al hospital, en cada revisión, en cada farmacia en la que se pesaba. Siempre él. Siempre Mario.
—¿Por qué mirabas tanto el reloj? ¿Quieres que me vaya a casa ya? —pregunta por fin, sollozando.
—¿Qué?
—Soy muy pesada. Me paso más tiempo aquí que en mi casa. Lo siento.
—¡Qué dices!
—Es eso, ¿verdad? Te agobio.
—No me agobias.
—Sí, te agobio —murmura—. Es que cuando estoy en mi casa, sola, no… Bueno, que necesito estar contigo.
Ya han hablado de ello otras veces. La madre de Diana se pasa la mayor parte del día trabajando o en el piso de su novio. Y ella eso no lo lleva del todo bien. Mario es su refugio, y sus padres la tratan como si fuera su propia hija. Por eso aquel es como su verdadero hogar.
—¿Por qué no te quedas a cenar? —le pregunta, sonriendo.
—Porque me quedé ayer y antes de ayer.
—¿Y qué?
—No sé. Paso mucho tiempo en tu casa. Siento que te estoy agobiando.
El joven resopla, pero enseguida vuelve a mostrar la mejor de sus sonrisas.
—No digas más que me agobias, ¿vale?
—Es que…
—No se hable más. Te quedas a cenar.
Diana sonríe por fin. Es un cielo. Él ha conseguido que supere sus mayores miedos. La cuida, la mima, la soporta, la quiere.
—Vale, pero solo a cenar.
—Lo que tú quieras. Pero te quedas también al postre.
—El postre… te lo doy ahora.
La chica se levanta de la silla y se agacha junto a su novio. Lo empuja con suavidad y, lentamente, los dos se deslizan hasta el suelo. Ella sobre él. Agarra sus manos con las suyas y se inclina despacio buscando su boca. La encuentra. Cierra los ojos y se deja llevar en un beso interminable.
—Uff. Es de los mejores postres que he probado en mi vida —comenta Mario unos minutos después, tumbado boca arriba en el suelo.
Una alfombra negra con circunferencias blancas los protege del frío.
—¿De los mejores o el mejor? —pregunta Diana, que está junto a él en la misma posición.
—Es que las natillas caseras que hace mi madre…
—Capullo.
Y le golpea en la cadera con la suya. A continuación, se pone de pie ágilmente y recompone su ropa. También el pelo, que se ha alborotado durante el beso.
—Voy a llamar a mi madre y a decirle que me quedo a cenar —indica Diana, acercándose a la puerta de la habitación.
—¿Y para eso tienes que salir?
—También voy al baño —señala, sacándole luego la lengua—. Es que hay que explicártelo todo.
Y, enviándole un beso imaginario, sale del cuarto.
Mario suspira y mira el reloj de nuevo. Se ha hecho muy tarde.
Se levanta del suelo y se dirige rápidamente hasta su ordenador. Está encendido. Conecta el MSN y cruza los dedos.
El programa tarda en cargarse.
Otra vez sus ojos en el reloj.
La sesión se inicia por fin. ¿Estará…?
—Qué tonta, ¡me dejé el móvil! —exclama Diana, entrando de nuevo en la habitación.
—¡Ah! Vaya… —responde Mario sorprendido, tratando de tapar con el cuerpo la pantalla.
Le ha dado tiempo a abrir otra página.
—¿Qué buscas?
—¿Que qué busco?
—Sí. Estás en Google, ¿no?
—Pues…
La chica alcanza el móvil que estaba en la cama y camina otra vez hacia la puerta del dormitorio.
—No te preocupes; mientras no sea porno… Ahora vengo.
Y, tras otro beso imaginario, sale del cuarto cerrando la puerta.
Mario resopla. “Casi…”. Se da la vuelta y observa la pantalla de su PC. Una lucecita naranja ilumina la barra del MSN. Clica en ella y se abre una página en la que hay una frase escrita.
—¿Dónde te habías metido? ¡Llevo media hora esperándote!
Qué mal. Se ha enfadado. El chico teclea a toda prisa, examinando de reojo la puerta de la habitación. No quiere que Diana lo sorprenda de nuevo.
—No puedo hablar esta noche. Al menos, de momento. Lo siento. Sigue aquí y se queda a cenar.
Un icono con un lacasito amarillo llorando en la siguiente línea. Y uno más con otro triste. Parece que no se lo ha tomado muy bien.
—Me tengo que ir. No puedo hablar más. Perdona. ¡Adiós!
Y cierra la página, no sin antes mirar la ventanita con la foto de quien se acaba de despedir. La verdad es que, cada vez que ve la imagen de esa morenaza, le tiembla todo el cuerpo.

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