Al día siguiente, una mañana de diciembre, en un lugar de la ciudad.
Es muy temprano. Más de lo habitual. No ha dormido bien en toda la noche, y hasta ha tenido una pesadilla. Estaba todo muy oscuro y él volaba montado solo en un globo aerostático que poco a poco iba perdiendo aire y terminaba estrellándose en el desierto. No moría, pero no se podía mover del suelo arenoso. ¡Qué angustia!
En cambio, ese sueño le ha dado una divertida idea a Álex para promocionar su libro, aunque necesitará ayuda de alguien. Y cree saber de quién.
Vaya, ahora no le funciona el wifi de casa. Tiene que cambiar de compañía, aquella falla demasiado.
Anoche no pudo despedirse de Paula antes de irse a la cama. Cuando se conectó a Internet, ella no estaba. La echó muchísimo de menos. Esperó un rato y, al ver que no aparecía, se fue a dormir, escuchando de fondo la grabación descargada del programa de radio Si amanece nos vamos, del que no llegó a oír el final. Ha guardado el podcast en su reproductor para escucharlo mientras va al bibliocafé a desayunar.
Vaya, ahora no le funciona el wifi de casa. Tiene que cambiar de compañía, aquella falla demasiado.
Anoche no pudo despedirse de Paula antes de irse a la cama. Cuando se conectó a Internet, ella no estaba. La echó muchísimo de menos. Esperó un rato y, al ver que no aparecía, se fue a dormir, escuchando de fondo la grabación descargada del programa de radio Si amanece nos vamos, del que no llegó a oír el final. Ha guardado el podcast en su reproductor para escucharlo mientras va al bibliocafé a desayunar.
El que estén tan cerca un lugar de otro y pueda ir andando no es casualidad. Después de vender la casa grande de las afueras, donde vivía, decidió cumplir uno de sus sueños. Así que, tras saber que la editorial nueva le publicaría Tras la pared, se aventuró a invertir parte del dinero de la venta en comprar aquel local cercano a su nuevo piso. Y hacer de él una cafetería llena de libros, con conexión gratuita a Internet y ambiente cálido y tranquilo. Un sitio perfecto para románticos, bohemios, amantes de la lectura y gente dispuesta a pasar un rato agradable tomando café. Además, es el lugar ideal para escribir la segunda parte de su historia. Y así nació el Manhattan.
Hace mucho frío. Incluso cabe la posibilidad de que estén a cero grados. Se abriga todo lo que puede con gorro, bufanda y guantes. Luego coge el portátil y su reproductor de música y sale del apartamento. Es un cuarto. Allí no puede tocar el saxofón, pero es un sitio tranquilo. No pasan demasiados coches y los vecinos no son ruidosos. Como Marta, uno de los personajes de su libro, elude el ascensor y baja por las escaleras.
Saluda al portero, se pone los auriculares y abandona el edificio. El cielo está completamente blanco. ¿Nevará? Es muy posible.
Mientras camina y escucha el final de Si amanece nos vamos en su ipod, piensa en Paula. ¿Estará bien? Quizá no ha visto todavía el vídeo que le mandó. Le costó mucho tiempo hacerlo pero mereció la pena. En él puso todo su amor y todos sus sentimientos. Cuando llegue al Manhattan, lo primero que hará será meterse en Internet para ver si su novia le ha escrito o está conectada al Messenger.
Saluda al portero, se pone los auriculares y abandona el edificio. El cielo está completamente blanco. ¿Nevará? Es muy posible.
Mientras camina y escucha el final de Si amanece nos vamos en su ipod, piensa en Paula. ¿Estará bien? Quizá no ha visto todavía el vídeo que le mandó. Le costó mucho tiempo hacerlo pero mereció la pena. En él puso todo su amor y todos sus sentimientos. Cuando llegue al Manhattan, lo primero que hará será meterse en Internet para ver si su novia le ha escrito o está conectada al Messenger.
Sigue su camino hasta el bibliocafé dándole vueltas a la cabeza, prácticamente sin prestar atención a nada de lo que pasa a su alrededor ni tampoco al podcast que está oyendo. Lo que se le ha ocurrido tras el sueño del globo le tiene ensimismado. Y es que, cuando surge en su imaginación una de esas ideas locas, se obsesiona hasta que la lleva a cabo.
Está tan absorto en sus pensamientos que casi tropieza con alguien. Es el saxofonista con el que se encontró anoche. El hombre lo reconoce y, sin dejar de tocar, lo saluda con un gesto y una sonrisa. Álex le responde de la misma manera.
No se ha cambiado de ropa y da la impresión de que ha dormido allí. Tiene una manta y unos cartones junto a una mochila negra. En su cajita de metal apenas hay monedas. El escritor se detiene ante él y se quita los cascos.
—Buenos días, señor. ¡Qué frío hace esta mañana!
El hombre sonríe, pero no aparta la boquilla del saxofón de sus labios. Lo que está interpretando es elSend me an angel de Scorpions. Álex se queda unos instantes escuchándolo asombrado. Le encanta.
—Toca usted fenomenal —comenta—. A mí también me gusta el saxo.
Sin embargo, el vagabundo continúa sin responder y sigue a lo suyo.
Su rostro, bajo esa frondosa barba blanca, es amable, y su entusiasmo, admirable. A Álex le da mucha pena. Un hombre con ese talento para la música tiene que tocar en medio de la calle para poder sobrevivir. El chico tiene la tentación de invitarlo a tomar un café caliente en el Manhattan, pero no lo conoce de nada. No parece peligroso, aunque nunca se sabe. Así que opta por sacar de su cartera un billete de cinco euros y dejarlo en la cajita de metal. El hombre del saxofón abre mucho los ojos cuando ve el dinero y hace una señal con la cabeza, agradecido. Álex sonríe, se vuelve a colocar los auriculares y prosigue su camino.
Empieza a llover ligeramente. Gotas muy finas. Él no lleva paraguas y acelera su paso. No quiere terminar hecho una sopa. Finalmente llega hasta el Manhattan y entra. No hay nadie. Es que es muy temprano. Solo está Joel, el otro camarero del bibliocafé, que ordena unas cajas.
—Hola. ¿Cómo es que has llegado tan pronto hoy? —le pregunta, mientras deja lo que está haciendo y se dirige detrás de la barra a prepararle un café al jefe.
—No podía dormir. He tenido una pesadilla, me he desvelado y luego ha sido imposible coger el sueño de nuevo.
Álex también va tras la barra y coge una barrita de pan. La abre por la mitad y la pone en la tostadora. Luego prepara un plato, cubiertos, la mermelada de melocotón y la mantequilla.
—Será del estrés.
—No lo sé. Quizá.
—Tienes que terminar la novela pronto y eso debe estresar muchísimo. Me he fijado en cómo de vez en cuando te tiembla el ojo izquierdo.
¿Cómo se ha dado cuenta de eso? ¿Es tan evidente? Sí, desde hace una semana, el párpado del ojo izquierdo le tiembla a menudo. Pasa muchas horas delante del ordenador escribiendo y, además, está el Manhattan y la preocupación constante por Paula. Sabe que ella no está bien y él también la echa mucho de menos. Cada vez más.
—Ya tendré tiempo de descansar cuando acabe —señala Álex mientras saca el portátil de su maletín y lo enciende. Luego lo lleva hasta una mesita y espera a que cargue.
—¿Por qué no te coges hoy el día libre?
—Tengo mucho que escribir. Es imposible.
—Digo aquí. Vete a casa y olvídate hoy de esto.
Y es que en ese momento solo tiene contratados a Sergio y a Joel como camareros. Necesita a alguien más que trabaje en el Manhattan. La semana pasada se despidió la otra chica que los ayudaba, por temas de estudio. Y desde entonces, y hasta que contrate a un nuevo empleado, él mismo se encarga de servir los cafés cuando los otros dos chicos no están.
—No. Te toca librar por la tarde y Sergio tiene hoy permiso —indica el escritor, regresando junto a la tostadora—. Además, es martes y no creo que venga mucha gente hoy. Pensaba dedicarme a escribir aquí hasta la noche.
—Yo me encargo. Cuando contrates a alguien más, ya me pillaré un día libre. Necesitas un poco de relax.
Las tostadas están hechas. Álex las coloca en el plato y se sienta en la mesa en la que antes ha puesto el ordenador. Tal vez no sea mala idea lo que Joel le propone. Podría escribir un rato por la mañana y por la tarde llevar a cabo lo que se le ha ocurrido después de sufrir la pesadilla del globo. Y, de esta forma, divertirse un poco también.
Unta la mantequilla en el pan y luego la mermelada.
—¿De verdad que no te importa quedarte hoy aquí todo el día, Joel? —le pregunta al chico cuando este le trae el café.
—Por supuesto que no. Le diré a mi novia que venga y que me eche una mano por la tarde.
—Muchas gracias.
—De nada, jefe, no tienes por qué darlas.
—Bueno, pero si hay cualquier problema me llamas al móvil.
—No te preocupes.
El camarero sonríe y vuelve detrás de la barra.
Ha tenido mucha suerte con Joel y Sergio. Ambos son nietos de dos de sus antiguos alumnos de las clases de saxofón. Y lo que en principio fue un favor hacia ellos, con el tiempo se ha convertido en un gran acierto. Los dos son de total confianza y hacen un trabajo sensacional en el bibliocafé.
Está tan absorto en sus pensamientos que casi tropieza con alguien. Es el saxofonista con el que se encontró anoche. El hombre lo reconoce y, sin dejar de tocar, lo saluda con un gesto y una sonrisa. Álex le responde de la misma manera.
No se ha cambiado de ropa y da la impresión de que ha dormido allí. Tiene una manta y unos cartones junto a una mochila negra. En su cajita de metal apenas hay monedas. El escritor se detiene ante él y se quita los cascos.
—Buenos días, señor. ¡Qué frío hace esta mañana!
El hombre sonríe, pero no aparta la boquilla del saxofón de sus labios. Lo que está interpretando es elSend me an angel de Scorpions. Álex se queda unos instantes escuchándolo asombrado. Le encanta.
—Toca usted fenomenal —comenta—. A mí también me gusta el saxo.
Sin embargo, el vagabundo continúa sin responder y sigue a lo suyo.
Su rostro, bajo esa frondosa barba blanca, es amable, y su entusiasmo, admirable. A Álex le da mucha pena. Un hombre con ese talento para la música tiene que tocar en medio de la calle para poder sobrevivir. El chico tiene la tentación de invitarlo a tomar un café caliente en el Manhattan, pero no lo conoce de nada. No parece peligroso, aunque nunca se sabe. Así que opta por sacar de su cartera un billete de cinco euros y dejarlo en la cajita de metal. El hombre del saxofón abre mucho los ojos cuando ve el dinero y hace una señal con la cabeza, agradecido. Álex sonríe, se vuelve a colocar los auriculares y prosigue su camino.
Empieza a llover ligeramente. Gotas muy finas. Él no lleva paraguas y acelera su paso. No quiere terminar hecho una sopa. Finalmente llega hasta el Manhattan y entra. No hay nadie. Es que es muy temprano. Solo está Joel, el otro camarero del bibliocafé, que ordena unas cajas.
—Hola. ¿Cómo es que has llegado tan pronto hoy? —le pregunta, mientras deja lo que está haciendo y se dirige detrás de la barra a prepararle un café al jefe.
—No podía dormir. He tenido una pesadilla, me he desvelado y luego ha sido imposible coger el sueño de nuevo.
Álex también va tras la barra y coge una barrita de pan. La abre por la mitad y la pone en la tostadora. Luego prepara un plato, cubiertos, la mermelada de melocotón y la mantequilla.
—Será del estrés.
—No lo sé. Quizá.
—Tienes que terminar la novela pronto y eso debe estresar muchísimo. Me he fijado en cómo de vez en cuando te tiembla el ojo izquierdo.
¿Cómo se ha dado cuenta de eso? ¿Es tan evidente? Sí, desde hace una semana, el párpado del ojo izquierdo le tiembla a menudo. Pasa muchas horas delante del ordenador escribiendo y, además, está el Manhattan y la preocupación constante por Paula. Sabe que ella no está bien y él también la echa mucho de menos. Cada vez más.
—Ya tendré tiempo de descansar cuando acabe —señala Álex mientras saca el portátil de su maletín y lo enciende. Luego lo lleva hasta una mesita y espera a que cargue.
—¿Por qué no te coges hoy el día libre?
—Tengo mucho que escribir. Es imposible.
—Digo aquí. Vete a casa y olvídate hoy de esto.
Y es que en ese momento solo tiene contratados a Sergio y a Joel como camareros. Necesita a alguien más que trabaje en el Manhattan. La semana pasada se despidió la otra chica que los ayudaba, por temas de estudio. Y desde entonces, y hasta que contrate a un nuevo empleado, él mismo se encarga de servir los cafés cuando los otros dos chicos no están.
—No. Te toca librar por la tarde y Sergio tiene hoy permiso —indica el escritor, regresando junto a la tostadora—. Además, es martes y no creo que venga mucha gente hoy. Pensaba dedicarme a escribir aquí hasta la noche.
—Yo me encargo. Cuando contrates a alguien más, ya me pillaré un día libre. Necesitas un poco de relax.
Las tostadas están hechas. Álex las coloca en el plato y se sienta en la mesa en la que antes ha puesto el ordenador. Tal vez no sea mala idea lo que Joel le propone. Podría escribir un rato por la mañana y por la tarde llevar a cabo lo que se le ha ocurrido después de sufrir la pesadilla del globo. Y, de esta forma, divertirse un poco también.
Unta la mantequilla en el pan y luego la mermelada.
—¿De verdad que no te importa quedarte hoy aquí todo el día, Joel? —le pregunta al chico cuando este le trae el café.
—Por supuesto que no. Le diré a mi novia que venga y que me eche una mano por la tarde.
—Muchas gracias.
—De nada, jefe, no tienes por qué darlas.
—Bueno, pero si hay cualquier problema me llamas al móvil.
—No te preocupes.
El camarero sonríe y vuelve detrás de la barra.
Ha tenido mucha suerte con Joel y Sergio. Ambos son nietos de dos de sus antiguos alumnos de las clases de saxofón. Y lo que en principio fue un favor hacia ellos, con el tiempo se ha convertido en un gran acierto. Los dos son de total confianza y hacen un trabajo sensacional en el bibliocafé.
Ahí si funciona el wifi. Menos mal. Primero entra en su correo para ver si Paula le ha contestado. Suspira al comprobar que no hay ningún email de ella. Tampoco le ha escrito en Tuenti ni en Twitter. ¿Estará bien? Abre el Messenger, pero su novia no está conectada. Un nuevo suspiro. Pero no quiere preocuparse. Seguro que en cuanto vea el vídeo le dirá algo. Ahora entra en su página de Facebook. Sin noticias de Paula. Vaya. Espera que no le haya pasado nada… Agrega a las tres personas que le piden ser sus amigas y responde a los privados que tiene. Dos chicas que le felicitan por Tras la paredy le preguntan cuándo saldrá la segunda parte. «Paciencia». A continuación teclea en el buscador el nombre de uno de sus contactos: Pandora Chan. ¿Quién mejor que ella para que le ayude? Seguro que le encanta la idea que se le ha ocurrido. Clica sobre su nombre y, cuando está dentro de su página, elige la opción para enviar mensajes privados. Escribe:
«Hola, Pandora. ¿Tienes algo que hacer esta tarde? Me gustaría que me echaras una mano con una cosa. Si te apetece y dispones de tiempo, te espero en el Manhattan a las cinco. Besos».
Sorbe un poco de café y muerde la tostada. Minimiza la página de Facebook y entra en Word. Archivos. Es hora de continuar con Dime una palabra.
«Hola, Pandora. ¿Tienes algo que hacer esta tarde? Me gustaría que me echaras una mano con una cosa. Si te apetece y dispones de tiempo, te espero en el Manhattan a las cinco. Besos».
Sorbe un poco de café y muerde la tostada. Minimiza la página de Facebook y entra en Word. Archivos. Es hora de continuar con Dime una palabra.
Esa mañana de diciembre, en otro lugar de la ciudad.
Delante del espejo de su habitación se hace la raya de los ojos. Aquel tono negro que siempre utiliza realza más el color marrón clarito en el que brillan sus pupilas. A Pandora le da seguridad pintarse los ojos por la mañana. Y para una persona tan insegura como ella, eso es muy importante.
Se hace una coleta apretando bien fuerte la gomilla azul que hoy ha elegido y dibuja una sonrisa. Luego suspira. ¿A quién engaña? No está contenta. Se ha pasado toda la noche pensando en él, en cómo la miraba mientras cantaba, en su expresión al acabar el tema que tantas y tantas veces tarareó en su habitación. A solas. Como siempre. A solas. Pero ayer Alejandro la escuchó.
¿Por qué tuvo que llegar aquella mujer entrometida? ¡Era su maldito momento!
De fondo suena la banda sonora de Sakura, cazadora de cartas, la original en japonés. Se la sabe de memoria.
Siente vergüenza de sí misma. Seguro que hizo el ridículo. No es más que una friki. Pero ¿por qué tiene que ser de esa forma? ¿Por qué no puede ser una chica normal y corriente, de esas a las que les gusta ir de tiendas, comer en el McDonald o salir por las noches los fines de semana? ¡Está harta de ser Pandora la rara!
Agarra el coletero y lo lanza contra el espejo. Contempla cómo su largo cabello negro se desliza por los hombros, interminable, como el de una de esas chicas de los dibujos animados japoneses. Le hubiera encantado ser una de ellas: Madoka, Miki o Naru Narusegawa.
La canción termina y la habitación queda completamente en silencio. Solo escucha su respiración alterada, jadeante. Debe calmarse.
Se agacha y recoge del suelo la gomilla del pelo. Se la pone otra vez y de nuevo sonríe exageradamente ante el espejo. Si no se da prisa, llegará tarde al instituto. Pero antes revisa su Twitter. Nadie le ha escrito. Normal: los pocos followers que tiene son chicos que ha conocido por Internet. Pero cada vez habla menos con ellos. Un último paso por Facebook y… ¿un privado? ¿De quién será?
No puede ser. ¡Alejandro Oyola!
Sigue sin creérselo. Nerviosa, clica en el mensaje. Será uno de esos envíos generales que se mandan a todos los contactos al mismo tiempo. Él tiene muchísimos seguidores. Sin embargo, está equivocada. El privado es personal. Emocionada, lee lo que Álex le ha escrito.
¡Aquello tiene que ser un sueño! ¡Le está pidiendo que vaya esta tarde al Manhattan para ayudarle en algo! ¡Él! ¡A ella!
Relee el mensaje varias veces. Ni siquiera tiene en cuenta que, si no se da prisa, no llegará a la primera clase. ¡Pero qué más da eso ahora!
Respira hondo y contesta.
«¡Claro! No tengo nada que hacer. Estaré encantada de echarte una mano en lo que quieras. A las cinco nos vemos».
Y pulsa el enter. Repasa varias veces lo que ha puesto y descubre que le falta algo. Lleva el cursor con el ratón hacia el espacio disponible para escribir y completa el mensaje.
«Un besazo».
Se hace una coleta apretando bien fuerte la gomilla azul que hoy ha elegido y dibuja una sonrisa. Luego suspira. ¿A quién engaña? No está contenta. Se ha pasado toda la noche pensando en él, en cómo la miraba mientras cantaba, en su expresión al acabar el tema que tantas y tantas veces tarareó en su habitación. A solas. Como siempre. A solas. Pero ayer Alejandro la escuchó.
¿Por qué tuvo que llegar aquella mujer entrometida? ¡Era su maldito momento!
De fondo suena la banda sonora de Sakura, cazadora de cartas, la original en japonés. Se la sabe de memoria.
Siente vergüenza de sí misma. Seguro que hizo el ridículo. No es más que una friki. Pero ¿por qué tiene que ser de esa forma? ¿Por qué no puede ser una chica normal y corriente, de esas a las que les gusta ir de tiendas, comer en el McDonald o salir por las noches los fines de semana? ¡Está harta de ser Pandora la rara!
Agarra el coletero y lo lanza contra el espejo. Contempla cómo su largo cabello negro se desliza por los hombros, interminable, como el de una de esas chicas de los dibujos animados japoneses. Le hubiera encantado ser una de ellas: Madoka, Miki o Naru Narusegawa.
La canción termina y la habitación queda completamente en silencio. Solo escucha su respiración alterada, jadeante. Debe calmarse.
Se agacha y recoge del suelo la gomilla del pelo. Se la pone otra vez y de nuevo sonríe exageradamente ante el espejo. Si no se da prisa, llegará tarde al instituto. Pero antes revisa su Twitter. Nadie le ha escrito. Normal: los pocos followers que tiene son chicos que ha conocido por Internet. Pero cada vez habla menos con ellos. Un último paso por Facebook y… ¿un privado? ¿De quién será?
No puede ser. ¡Alejandro Oyola!
Sigue sin creérselo. Nerviosa, clica en el mensaje. Será uno de esos envíos generales que se mandan a todos los contactos al mismo tiempo. Él tiene muchísimos seguidores. Sin embargo, está equivocada. El privado es personal. Emocionada, lee lo que Álex le ha escrito.
¡Aquello tiene que ser un sueño! ¡Le está pidiendo que vaya esta tarde al Manhattan para ayudarle en algo! ¡Él! ¡A ella!
Relee el mensaje varias veces. Ni siquiera tiene en cuenta que, si no se da prisa, no llegará a la primera clase. ¡Pero qué más da eso ahora!
Respira hondo y contesta.
«¡Claro! No tengo nada que hacer. Estaré encantada de echarte una mano en lo que quieras. A las cinco nos vemos».
Y pulsa el enter. Repasa varias veces lo que ha puesto y descubre que le falta algo. Lleva el cursor con el ratón hacia el espacio disponible para escribir y completa el mensaje.
«Un besazo».
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